Si la busco, se esconde;
si la atrapo, se seca;
si hablo de ella, se desvanece.
¡Mira,
ahora,
aquí!
Sólo queda el aroma de alcanfor,
y una indolente exhalación,
vapor sedoso
color de esmeralda
que flota
a muy baja altura.
En el suelo,
una baba lechosa
marca la dirección de su
huida.
Si la pongo en
mis rodillas, se amarga
(y el niño vidente
del infierno
sonríe desde
el rincón de una mesa).
Si la beso,
me muerde.
Si la visto
con los atuendos del siglo,
parece mono de
organillero.
No hay cáliz
posible
que la
contenga, ella es
su propio
continente.
Si la llamo, no responde.
La escucho gemir
y la busco (ya no puede esconderse).
Está rendida,
tirada detrás del sillón.
Corro la cortina
y la luz del ventanal perlado de lluvia
la despierta.
Me mira, sonríe
y desaparece.
Queda el aroma de alcanfor
y la verde exhalación.