miércoles, 17 de septiembre de 2014

La música y el ciego



A la música se llega palpando la realidad,
como el ciego que encuentra,
al andar con los brazos levantados,
un rostro. Y el rostro sonríe 
porque se sabe descubierto.

La sonrisa es lo que llamamos música.

No se toca música: 
se toca la música.

Porque a la música se llega palpando la realidad.
Y no siempre se toca la música,
a veces sólo tocamos cosas que suenan.

Casi siempre.


viernes, 22 de agosto de 2014

El debate interior

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Oigo voces,
las mías y las otras,
las voces de los otros,
voces admitidas y voces desmentidas,
las que nombran el mundo y las que lo esconden,
las voces consentidas y las voces sin sentido,
las voces censuradas, las alegres y las quejumbrosas,
las voces inauditas,
las que fluyen dentro hacia mar adentro,
hacia el alma,
hacia la caverna paleolítica,
hacia la oquedad acuática y pétrea de luz propia,
hacia el centro de mí mismo, gruta
donde se atropellan las voces,
cardumen dislocado
y desatado
que navega
en el acueducto que soy, ramas de cristal
por donde fluye la conciencia,
algarabía,
graznido de gaviotas,
ruido ensordecedor.

Oigo voces, digo;
y si me escondo de ellas, me esfumo,
me desvanezco,
desaparezco.

Soy un bulevar de voces,
soy si alguien me anda: sólo si alguien me anda
sé si subo o si bajo.
Soy el camino que va a su propia muerte.
Para el que va, sube; para el que viene, baja.
Soy la pendiente de Montmartre 
y la vereda empinada del Tepozteco.

Soy todas las voces calladas,
mi propio silencio,
el silencio elocuente.

Soy el murmullo incesante
y los espasmos de quien me escucha.

Lo demás es cilicio.

viernes, 4 de julio de 2014

Aproximaciones a la belleza I



Si la busco, se esconde;
si la atrapo, se seca;
si hablo de ella, se desvanece.
¡Mira,
ahora,
aquí!

Sólo queda el aroma de alcanfor,
y una indolente exhalación,
vapor sedoso
color de esmeralda
que flota
a muy baja altura.

En el suelo,
una baba lechosa
marca la dirección de su huida. 

Si la pongo en mis rodillas, se amarga
(y el niño vidente del infierno
sonríe desde el rincón de una mesa).

Si la beso, me muerde.
Si la visto con los atuendos del siglo,
parece mono de organillero.
No hay cáliz posible
que la contenga, ella es
su propio continente.

Si la llamo, no responde.

La escucho gemir
y la busco (ya no puede esconderse).
Está rendida,
tirada detrás del sillón.
Corro la cortina
y la luz del ventanal perlado de lluvia
la despierta.

Me mira, sonríe
y desaparece.
Queda el aroma de alcanfor
y la verde exhalación.