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Oigo voces,
las mías y las otras,
las voces de los otros,
voces admitidas y voces
desmentidas,
las que nombran el
mundo y las que lo esconden,
las voces consentidas y
las voces sin sentido,
las voces censuradas,
las alegres y las quejumbrosas,
las voces inauditas,
las que fluyen dentro
hacia mar adentro,
hacia el alma,
hacia la caverna paleolítica,
hacia la oquedad
acuática y pétrea de luz propia,
hacia el centro de mí
mismo, gruta
donde se atropellan las
voces,
cardumen dislocado
y desatado
que navega
en el acueducto que soy,
ramas de cristal
por donde fluye la
conciencia,
algarabía,
graznido de gaviotas,
ruido ensordecedor.
Oigo voces, digo;
y si me escondo de
ellas, me esfumo,
me desvanezco,
desaparezco.
Soy un bulevar de
voces,
soy si alguien me anda:
sólo si alguien me anda
sé si subo o si bajo.
Soy el camino que va a
su propia muerte.
Para el que va, sube; para el que viene, baja.
Soy la pendiente de
Montmartre
y la vereda empinada del Tepozteco.
Soy todas las voces
calladas,
mi propio silencio,
el silencio elocuente.
Soy el murmullo
incesante
y los espasmos de quien
me escucha.
Lo demás es cilicio.